miércoles, 11 de abril de 2012

Reclamos al creador

¿Cuánto tiempo después de la luz?
¿Cuánto tiempo después del cielo y la tierra?
¿Cuánto tiempo después de todo cuanto pudo existir, existió la conciencia?
Fue como si en un viaje nos abandonaras en un asteroide azul y te olvidaras de dejarnos la bitácora, las cartas de navegación, el nombre del lugar de destino.
Sí, decíamos, planeta hermoso es, sin duda, esta Tierra, pero después,
¿Qué hay después de la Tierra?
¿Hacia dónde condice la muerte?
¿Por qué darnos conciencia de la incertidumbre?
¿Por qué la habilidad para conocernos finitos y rebelarnos?
Podrías, cuando nos creaste, haber incorporado la aceptación, un mecanismo sutil en el ADN, que nos hiciera la muerte menos incomprensible, que nos relevara del misterio y la angustia.
No esta simple conciencia de saber que no sabemos nada.

Belli, G.

martes, 10 de abril de 2012

Nómada


Le despertó la caricia de los primeros rayos de luz, que rompieron con suavidad el frío seco de la noche. A los pocos minutos ya calentaba agua en una pequeña olla aboyada por el paso de los años sobre los restos de la hoguera de la noche anterior. Mientras tanto abrió su zurrón y extrajo unas hojas verdes y algo de la carne seca que le quedaba, no mucha. Mientras se hacía el té recogió sus pieles de dormir y despertó y alimento al camello con algo de forraje que había recogido cerca del último pozo, casi únicos lugares donde encontrar comida en abundancia para su fiel compañero de fatigas. Después del frugal desayuno cargó al animal con los pocos bártulos que transportaban y se dispusieron a seguir marcha.
 
El calor asfixiaba y el polvo se le metía en la garganta. Tuvo que cubrir su cara con un turbante para protegerse de la arena y su cuerpo con una túnica para evitar ser achicharrado por un Sol que de momento sólo estaba subiendo, sin embargo podía notar la humedad en el cuerpo, síntoma inequívoco de que su destino estaba más próximo. Hizo un parón de unas horas cuando el sol estaba en lo más alto y aprovechó para comer algo y descansar bajo una tienda improvisada. Su padre le había enseñado a ahorrar energías en los momentos de más calor y a apretar el paso al amanecer y atardecer, cuando el desierto se muestra más benévolo con sus habitantes.

La marcha continuó durante una fatigosa tarde en la que sopló viento del oeste, que transportaba consigo la punzante arena de las dunas que había dejado atrás en días anteriores. Utilizó en una ocasión el conocimiento milenario de su pueblo sobre el crecimiento de las plantas y las sensaciones en la piel para encontrar un pequeño oasis en el que crecía un gran baobab, otra señal más de que abandonaba el desierto y se adentraba por fin en la agradable sabana, con sus matorrales, sus riachuelos y su comida abundante.

La grandes planicies les permitieron avanzar más deprisa e incluso el camello trotó por tramos hasta que el horizonte detrás de ellos se tiñó de rojo, ocupado casi por completo por el sol. Encontró una gran roca en la que podrían pasar al noche protegidos del viento y encendió un pequeño fuego. La variedad de flora del lugar le permitió elaborar una copiosa cena y después de fumar un poco se tumbó a contemplar las estrellas. 

Para los demás el desierto es un lugar duro y desolador, no obstante para él y su pueblo representaba más que un medio de vida, era un hogar, un maestro que enseña a los hombres a luchar por lo que quieren, el valor del agua y el compañerismo, y además un espectáculo de luz cada noche en el cielo estrellado donde leer su posición y hablar con sus antepasados, cuya experiencia en el gran mar de arena había ayudado a sus hijos a sobrevivir durante generaciones en el lugar menos fértil habitado por el hombre, ya lo echaba de menos. Con este pensamiento se metió entre las pieles y se dispuso a descansar.