Le
despertó la caricia de los primeros rayos de luz, que rompieron con suavidad el
frío seco de la noche. A los pocos minutos ya calentaba agua en una pequeña
olla aboyada por el paso de los años sobre los restos de la hoguera de la noche
anterior. Mientras tanto abrió su zurrón y extrajo unas hojas verdes y algo de
la carne seca que le quedaba, no mucha. Mientras se hacía el té recogió sus
pieles de dormir y despertó y alimento al camello con algo de forraje que había
recogido cerca del último pozo, casi únicos lugares donde encontrar comida en
abundancia para su fiel compañero de fatigas. Después del frugal desayuno cargó
al animal con los pocos bártulos que transportaban y se dispusieron a seguir
marcha.
El
calor asfixiaba y el polvo se le metía en la garganta. Tuvo que cubrir su cara
con un turbante para protegerse de la arena y su cuerpo con una túnica para
evitar ser achicharrado por un Sol que de momento sólo estaba subiendo, sin
embargo podía notar la humedad en el cuerpo, síntoma inequívoco de que su
destino estaba más próximo. Hizo un parón de unas horas cuando el sol estaba en
lo más alto y aprovechó para comer algo y descansar bajo una tienda improvisada.
Su padre le había enseñado a ahorrar energías en los momentos de más calor y a
apretar el paso al amanecer y atardecer, cuando el desierto se muestra más
benévolo con sus habitantes.
La
marcha continuó durante una fatigosa tarde en la que sopló viento
del oeste, que transportaba consigo la punzante arena de las dunas que había
dejado atrás en días anteriores. Utilizó en una ocasión el conocimiento
milenario de su pueblo sobre el crecimiento de las plantas y las sensaciones en
la piel para encontrar un pequeño oasis en el que crecía un gran baobab, otra
señal más de que abandonaba el desierto y se adentraba por fin en la agradable
sabana, con sus matorrales, sus riachuelos y su comida abundante.
La
grandes planicies les permitieron avanzar más deprisa e incluso el camello
trotó por tramos hasta que el horizonte detrás de ellos se tiñó de rojo,
ocupado casi por completo por el sol. Encontró una gran roca en la que podrían
pasar al noche protegidos del viento y encendió un pequeño fuego. La variedad
de flora del lugar le permitió elaborar una copiosa cena y después de fumar un
poco se tumbó a contemplar las estrellas.
Para los demás el desierto es un
lugar duro y desolador, no obstante para él y su pueblo representaba más que un
medio de vida, era un hogar, un maestro que enseña a los hombres a luchar por
lo que quieren, el valor del agua y el compañerismo, y además un espectáculo de
luz cada noche en el cielo estrellado donde leer su posición y hablar con sus
antepasados, cuya experiencia en el gran mar de arena había ayudado a sus hijos
a sobrevivir durante generaciones en el lugar menos fértil habitado por el
hombre, ya lo echaba de menos. Con este pensamiento se metió entre las pieles y
se dispuso a descansar.
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