Se sube al autobús aún adormecida; son las 07.20 de mañana y parece que la luna se resiste a retirar su manto. Se sienta y respira, y, una vez más, como cada mañana, comienza con el tedioso trabajo de desenredar los cascos; llega a la siguiente parada y por fin se acomoda del todo: calentita dentro de su abrigo, con su termo en la mano izquierda y el teléfono en la derecha.
La música empieza a sonar, demasiado alta para el que va a su lado, perfecta para ella; las primeras notas de Las Cuatro Estaciones comienzan a sonar y como si de llaves se trataran, van cerrando una a una su mente, haciendola complétamente hermética a cualquier estímulo exterior.
Poco a poco va llegando a su destino, y un escalofrío recorre su espalda tras el sólo de violín. La gente a su alrededor se prepara para salir, todos siguien la misma coreografía: bufanda, abrigo, guantes, comprobar si llevo el abono, mirar el teléfono y esperar...
Respira, el autobús comienza a decelerar y al llegar a su parada un pensamiento cruza veloz su cabeza: ¿Porqué no escribirlo?
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